sábado, 26 de octubre de 2024

LA IMAGEN CRISTIANA DEL HOMBRE

 

Benedicto XVI

Infocatólica, 22/10/24

 

Este artículo fue redactado entre Navidad y Epifanía de 2019-2020. El Papa emérito solicitó que su publicación se realizara únicamente tras su fallecimiento. Se ha publicado en el tercer volumen de la revista italiana del Proyecto Veritas Amoris

 

La atmósfera que se extendió ampliamente en la cristiandad católica tras el Concilio Vaticano II fue concebida inicialmente de manera unilateral como una demolición de los muros, como «derribar las fortalezas», de tal manera que en ciertos círculos, se comenzó a temer el fin del catolicismo, o incluso a esperarlo con alegría.

 

La firme determinación de Pablo VI y la igualmente clara, pero alegremente abierta, de Juan Pablo II, lograron nuevamente asegurarle a la Iglesia – hablando humanamente – su propio espacio en la historia futura. Cuando Juan Pablo II, quien provenía de un país dominado por el marxismo, fue elegido Papa, algunos pensaron que un Papa proveniente de un país socialista debía ser necesariamente un Papa socialista, y por lo tanto llevaría a cabo la reconciliación del mundo como una «reductio ad unum» del cristianismo y el marxismo. La insensatez de esta postura se hizo evidente rápidamente, apenas se vio que un Papa proveniente de un mundo socialista conocía perfectamente las injusticias de ese sistema, y fue así como pudo contribuir al sorprendente giro que ocurrió en 1989 con el fin del gobierno marxista en Rusia.

 

Sin embargo, se volvió cada vez más evidente que el declive de los regímenes marxistas estaba lejos de haber constituido una victoria espiritual del cristianismo. La secularización radical, al contrario, se revela cada vez más como la visión dominante auténtica, privando cada vez más al cristianismo de su espacio vital.

 

Desde sus inicios, la modernidad comienza con el llamado a la libertad del hombre: desde el énfasis de Lutero en la libertad del cristiano y desde el humanismo de Erasmo de Rotterdam. Pero fue solo en la época de trastornos históricos tras dos guerras mundiales, cuando el marxismo y el liberalismo se extremaron dramáticamente, que surgieron dos nuevos movimientos que llevaron la idea de libertad a un radicalismo inimaginable hasta entonces.

 

De hecho, ahora se niega que el hombre, como ser libre, esté de algún modo vinculado a una naturaleza que determine el espacio de su libertad. El hombre ya no tiene naturaleza, sino que «se hace» a sí mismo. Ya no existe una naturaleza humana: es él quien decide lo que es, hombre o mujer. Es el hombre quien produce al hombre y quien decide así el destino de un ser que ya no proviene de las manos de un Dios creador, sino del laboratorio de invenciones humanas. La abolición del Creador como abolición del hombre se convirtió entonces en la auténtica amenaza para la fe. Este es el gran desafío que se presenta hoy a la teología. Y solo podrá enfrentarlo si el ejemplo de vida de los cristianos es más fuerte que el poder de las negaciones que nos rodean y nos prometen una falsa libertad.

 

La conciencia de la imposibilidad de resolver un problema de este tamaño solo a nivel teórico no nos exime, sin embargo, de tratar de proponer una solución al nivel del pensamiento.

 

Naturaleza y libertad parecen, en un primer momento, oponerse de manera irreconciliable: sin embargo, la naturaleza del hombre es pensamiento, es decir, es creación, y como tal, no es simplemente una realidad privada de espíritu, sino que lleva en sí misma el «Logos». Los Padres de la Iglesia – y en particular Atanasio de Alejandría – concibieron la creación como coexistencia de la «sapientia» increada y la «sapientia» creada. Aquí tocamos el misterio de Jesucristo, quien une en sí la sabiduría creada e increada y quien, como sabiduría encarnada, nos llama a estar juntos con Él.

 

Así, la naturaleza – que es dada al hombre – ya no es distinta de la historia de la libertad del hombre y lleva en sí dos momentos fundamentales.

 

Por un lado, se nos dice que el ser humano, el hombre Adán, comenzó mal su historia desde el principio, de tal forma que el hecho de ser humano, la humanidad de cada uno, lleva consigo un defecto original. El «pecado original» significa que toda acción individual está previamente inscrita en una vía errónea.

 

A esto se añade, sin embargo, la figura de Jesucristo, del nuevo Adán, que pagó por adelantado la redención para todos nosotros, ofreciendo así un nuevo comienzo en la historia. Esto significa que la «naturaleza» del hombre está, de alguna manera, enferma, que necesita corrección («spoliata et vulnerata»). Esto la coloca en oposición con el espíritu, con la libertad, tal como lo experimentamos continuamente. Pero en términos generales, también está ya redimida. Y esto en un doble sentido: porque en general ya se ha hecho lo suficiente por todos los pecados y porque al mismo tiempo, esta corrección siempre puede ser otorgada a cada uno en el sacramento del perdón. Por un lado, la historia del hombre es la historia de faltas siempre nuevas; por otro lado, la curación siempre está disponible. El hombre es un ser que necesita sanación, perdón. El hecho de que este perdón exista como realidad y no solo como un bello sueño pertenece al corazón de la imagen cristiana del hombre. Ahí es donde la doctrina de los sacramentos encuentra su justo lugar. La necesidad del Bautismo y de la Penitencia, de la Eucaristía y del Sacerdocio, al igual que el sacramento del Matrimonio.

 

A partir de aquí, la cuestión de la imagen cristiana del hombre puede entonces abordarse concretamente. Ante todo, es importante la observación expresada por San Francisco de Sales: no existe «una» imagen del hombre, sino muchas posibilidades y muchos caminos en los cuales se presenta la imagen del hombre: de Pedro a Pablo, de Francisco a Tomás de Aquino, del hermano Conrado al cardenal Newman, y así sucesivamente. Donde indudablemente hay un cierto énfasis que habla en favor de una predilección por los «pequeños».

 

Naturalmente, también convendría examinar en este contexto la interacción entre la «Torá» y el Sermón de la Montaña, sobre lo cual ya he hablado brevemente en mi libro sobre Jesús.

 

 

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