Benedicto XVI
Infocatólica,
22/10/24
Este artículo fue
redactado entre Navidad y Epifanía de 2019-2020. El Papa emérito solicitó que
su publicación se realizara únicamente tras su fallecimiento. Se ha publicado
en el tercer volumen de la revista italiana del Proyecto Veritas Amoris
La atmósfera que
se extendió ampliamente en la cristiandad católica tras el Concilio Vaticano II
fue concebida inicialmente de manera unilateral como una demolición de los
muros, como «derribar las fortalezas», de tal manera que en ciertos círculos,
se comenzó a temer el fin del catolicismo, o incluso a esperarlo con alegría.
La firme
determinación de Pablo VI y la igualmente clara, pero alegremente abierta, de
Juan Pablo II, lograron nuevamente asegurarle a la Iglesia – hablando
humanamente – su propio espacio en la historia futura. Cuando Juan Pablo II,
quien provenía de un país dominado por el marxismo, fue elegido Papa, algunos
pensaron que un Papa proveniente de un país socialista debía ser necesariamente
un Papa socialista, y por lo tanto llevaría a cabo la reconciliación del mundo
como una «reductio ad unum» del cristianismo y el marxismo. La insensatez de
esta postura se hizo evidente rápidamente, apenas se vio que un Papa
proveniente de un mundo socialista conocía perfectamente las injusticias de ese
sistema, y fue así como pudo contribuir al sorprendente giro que ocurrió en
1989 con el fin del gobierno marxista en Rusia.
Sin embargo, se
volvió cada vez más evidente que el declive de los regímenes marxistas estaba
lejos de haber constituido una victoria espiritual del cristianismo. La
secularización radical, al contrario, se revela cada vez más como la visión
dominante auténtica, privando cada vez más al cristianismo de su espacio vital.
Desde sus inicios,
la modernidad comienza con el llamado a la libertad del hombre: desde el
énfasis de Lutero en la libertad del cristiano y desde el humanismo de Erasmo
de Rotterdam. Pero fue solo en la época de trastornos históricos tras dos
guerras mundiales, cuando el marxismo y el liberalismo se extremaron
dramáticamente, que surgieron dos nuevos movimientos que llevaron la idea de
libertad a un radicalismo inimaginable hasta entonces.
De hecho, ahora se
niega que el hombre, como ser libre, esté de algún modo vinculado a una
naturaleza que determine el espacio de su libertad. El hombre ya no tiene
naturaleza, sino que «se hace» a sí mismo. Ya no existe una naturaleza humana:
es él quien decide lo que es, hombre o mujer. Es el hombre quien produce al hombre y quien decide
así el destino de un ser que ya no proviene de las manos de un Dios creador,
sino del laboratorio de invenciones humanas. La abolición del Creador como
abolición del hombre se convirtió entonces en la auténtica amenaza para la fe.
Este es el gran desafío que se presenta hoy a la teología. Y solo podrá
enfrentarlo si el ejemplo de vida de los cristianos es más fuerte que el poder
de las negaciones que nos rodean y nos prometen una falsa libertad.
La conciencia de
la imposibilidad de resolver un problema de este tamaño solo a nivel teórico no
nos exime, sin embargo, de tratar de proponer una solución al nivel del
pensamiento.
Naturaleza y
libertad parecen, en un primer momento, oponerse de manera irreconciliable: sin
embargo, la naturaleza del hombre es pensamiento, es decir, es creación, y como
tal, no es simplemente una realidad privada de espíritu, sino que lleva en sí
misma el «Logos». Los Padres de la Iglesia – y en particular Atanasio de
Alejandría – concibieron la creación como coexistencia de la «sapientia»
increada y la «sapientia» creada. Aquí tocamos el misterio de Jesucristo, quien
une en sí la sabiduría creada e increada y quien, como sabiduría encarnada, nos
llama a estar juntos con Él.
Así, la naturaleza
– que es dada al hombre – ya no es distinta de la historia de la libertad del
hombre y lleva en sí dos momentos fundamentales.
Por un lado, se
nos dice que el ser humano, el hombre Adán, comenzó mal su historia desde el
principio, de tal forma que el hecho de ser humano, la humanidad de cada uno,
lleva consigo un defecto original. El «pecado original» significa que toda
acción individual está previamente inscrita en una vía errónea.
A esto se añade,
sin embargo, la figura de Jesucristo, del nuevo Adán, que pagó por adelantado
la redención para todos nosotros, ofreciendo así un nuevo comienzo en la
historia. Esto significa que la «naturaleza» del hombre está, de alguna manera,
enferma, que necesita corrección («spoliata et vulnerata»). Esto la coloca en
oposición con el espíritu, con la libertad, tal como lo experimentamos
continuamente. Pero en términos generales, también está ya redimida. Y esto en
un doble sentido: porque en general ya se ha hecho lo suficiente por todos los
pecados y porque al mismo tiempo, esta corrección siempre puede ser otorgada a
cada uno en el sacramento del perdón. Por un lado, la historia del hombre es la
historia de faltas siempre nuevas; por otro lado, la curación siempre está
disponible. El hombre es un ser que necesita sanación, perdón. El hecho de que
este perdón exista como realidad y no solo como un bello sueño pertenece al
corazón de la imagen cristiana del hombre. Ahí es donde la doctrina de los
sacramentos encuentra su justo lugar. La necesidad del Bautismo y de la
Penitencia, de la Eucaristía y del Sacerdocio, al igual que el sacramento del
Matrimonio.
A partir de aquí,
la cuestión de la imagen cristiana del hombre puede entonces abordarse
concretamente. Ante todo, es importante la observación expresada por San
Francisco de Sales: no existe «una» imagen del hombre, sino muchas
posibilidades y muchos caminos en los cuales se presenta la imagen del hombre:
de Pedro a Pablo, de Francisco a Tomás de Aquino, del hermano Conrado al
cardenal Newman, y así sucesivamente. Donde indudablemente hay un cierto
énfasis que habla en favor de una predilección por los «pequeños».
Naturalmente,
también convendría examinar en este contexto la interacción entre la «Torá» y
el Sermón de la Montaña, sobre lo cual ya he hablado brevemente en mi libro
sobre Jesús.
No hay comentarios:
Publicar un comentario